martes, 6 de febrero de 2018

Los regalos perfectos - O. Henry

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.”

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.


Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

jueves, 1 de febrero de 2018

León Tolstoi - Donde esta el amor, alli esta dios

Una vez había en una ciudad un zapatero remendón llamado Mijail Avdeievich. Vivía en un sótano en el cual entraba la luz por una ventana. Esa ventana daba a la calle y por ella se veía pasar a la gente. Aunque sólo se distinguían los pies de los transeúntes, el zapatero conocía por el calzado a cuantos cruzaban por allí. Se trataba de un hombre viejo y acreditado en su oficio; así, pues, era raro que existiera en la ciudad un par de botas que no hubiese pasado una o dos veces por su casa, para remendarlas con piezas, para ponerles medias suelas o renovar las cañas. Por esa causa, a menudo veía por la ventana la obra de sus manos,

Mijail tenía siempre encargo de sobra, porque su trabajo era pulcro, sus géneros buenos, no cobraba caro y entregaba el calzado que le confiaban el día convenido, con toda puntualidad. Esto hacía que todos lo estimasen y que nunca faltase trabajo en su taller.

Siempre había demostrado Mijail ser un buen hombre; pero al envejecer, empezó a pensar más que nunca en su alma y en acercarse a Dios. Cuando aún trabajaba en casa de un patrono, murió su mujer, dejándole un hijo de tres años. Habían tenido antes otros hijos, pero todos habían muerto.

Al verse solo con su hijo tuvo la intención de mandarlo a la aldea, a casa de un hermano suyo; pero se dijo:

"Le será muy duro a mi pequeño Karp vivir separado de mí. Es mejor que se quede conmigo."

Poco después, Mijail se despidió de su patrono y establecióse por su cuenta.

Pero Dios no había bendecido a Mijail en sus hijos. Cuando su último hijo había llegado ya a ser un mocito y empezaba a ayudarle, cayó enfermo, y murió, al cabo de una semana.

Mijail enterró a su hijo. Aquella pérdida hirió tan profundamente su corazón, que hasta llegó a murmurar de la justicia divina. Se sentía muy desgraciado y, a menudo, rogaba al Señor que le quitase la vida. Le reprochaba que no se lo hubiese llevado a él, que era viejo, en vez de a su único hijo, tan adorado. Y dejó de ir a la iglesia.

Pero un día era por Pascua Florida llegó a casa del zapatero un paisano suyo que desde hacía ocho años recorría el mundo como peregrino. Hablaron largo rato, y Mijail se quejó amargamente de sus desgracias.

-Ya he perdido el deseo de vivir; sólo ansío la muerte. Es lo único que pido a Dios porque no tengo ninguna ilusión en la vida.

-Haces mal en hablar de esta manera, Mijail. Los hombres no deben juzgar las obras de Nuestro Señor, porque sus móviles están por encima de nuestro entendimiento. El ha decidido que tu hijo muera y que tú vivas. Luego así debe ser. Tu desesperación procede de que quieres vivir por ti, por tu propia felicidad.

-¿Para qué se vive entonces, si no es para eso? -preguntó el zapatero.

-Es preciso vivir por Dios y para Dios. El es quien da la vida y para El debes vivir. Cuando así lo hagas, dejarás de tener penas y todo lo sobrellevarás con paciencia.

Mijail se quedó callado durante un momento; y, por fin, dijo:

-¿Y cómo se vive para Dios?

-Cristo lo ha dicho. ¿Sabes leer? No tienes más que comprar los Evangelios y allí lo aprenderás. En las Sagradas Escrituras encontrarás respuesta a todo cuanto preguntes.

Estas palabras hallaron eco en el corazón de Mijail. Aquel mismo día fué a comprar un ejemplar del Nuevo Testamento, impreso en caracteres gruesos, y se puso a leerlo.

Se había propuesto leer solamente en los días de fiesta; pero, una vez que hubo comenzado, sintió un tal consuelo en el alma, que tomó la costumbre de leer alguna páginas todos los días. A veces se enfrascaba de tal modo en la lectura, que no se decidía a dejar el libro de la mano hasta que se consumía todo el petróleo de la lámpara.

Así, pues, leía todas las noches; y, cuanto más avanzaba en la lectura, más clara cuenta se daba de lo que Dios le exigía y cómo había que vivir para Dios. Y con ello fué penetrando, dulcemente, la alegría en su alma.

Antes, cuando iba a acostarse, suspiraba y gemía, evocando a su hijo; ahora, se contentaba con decir:

-¡Gloria a Ti, gloria a Ti, Señor!

¡Esa ha sido tu voluntad!

Desde entonces, la vida del zapatero cambió por completo. Antes, en los días festivos, se le ocurría entrar en una taberna a beber té y, a veces, un vasito de vodka. Y en ocasiones, bebía con algún amigo y llegaba a salir de la taberna, no precisamente borracho, pero sí un poco alegre, lo que le inducía a decir estupideces y hasta a insultar a cuantos se cruzaran en su camino.

Todo esto desapareció. Ahora su vida se deslizaba pacífica y feliz. Al amanecer, se ponía al trabajo; y, terminada su tarea, descolgaba la lámpara, la colocaba en la mesa y, tras de coger los Evangelios del estante, los abría y empezaba a leer. Cuando más leía, más iba comprendiendo; y una dulce serenidad embargaba poco a poco su alma.

Un día empezó la lectura más tarde que de costumbre. Había llegado al Evangelio de San Lucas, y vió en el capítulo VI los versículos siguientes:

"Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra; y si alguno te quita tu capa, no le impidas que tome también la túnica de debajo.

"Da a todos los que te pidan; y si alguno te quita lo que te pertenece, no se lo exijas.

"Lo que queráis que os hagan los demás, hacédselo a ellos vosotros."

Luego, leyó los versículos en que el Señor dice:

"¿Por qué me llamáis: ¡Señor! ¡Señor!, y no hacéis lo que os digo?

"Yo os mostraré a quién se parece todo aquel que viene a Mí y que escucha mis palabras y las pone en práctica.

"Se asemeja a un hombre que edificó una casa, y que habiendo excavado pro-fundamente, asentó los cimientos sobre roca, y cuando llegó un aluvión, el torrente chocó con violencia contra esta casa; pero no pudo derribarla, porque estaba fundada sobre roca.

"Pero el que escucha mis palabras y no las pone en práctica, es semejante a un hombre que ha edificado su casa en la tierra, sin cimientos; y el torrezite, al dar en ella con violencia, la ha derribado y la ruina ha sido grande."

Mijail leyó estas palabras y su corazón se inundó de alegría. Quitóse los lentes, los dejó sobre el libro, y, apoyando los codos en la mesa, se sumió en reflexiones. Comparó sus propios actos a esas palabras; y dijo:

"¿Estará mi casa fundada sobre roca o sobre arena? ¡Qué bien si estuviera sobre roca! ¡Qué felicidad le embarga a uno cuando se encuentra a solas con su conciencia y ha procedido como Dios manda! En cambio, si uno se distrae de Dios, puede volver a incurrir en el pecado. Sea como sea, he de seguir como hasta ahora, porque esto es bueno. ¡Dios me proteja! "

Después de haber reflexionado así, se dispuso a acostarse. Pero le daba lástima separarse del libro; y empezó a leer el capítulo séptimo. En él leyó la historia del centurión y del hijo de la viuda, y las respuestas de Jesús a los discípulos de San Juan. Llegó al pasaje en que el rico fariseo invitó a su casa al Señor; vió cómo la pecadora le ungió los pies y se los lavó con sus lágrimas, y cómo le fueron perdonados sus pecados. Y después leyó lo siguiente, en el capítulo XLIV:

"Entonces, volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; y ella los ha regado con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos.

"No me has dado el ósculo de paz; y ella, desde que entró, no ha cesado de besarme los pies.

"No has ungido con aceite mi cabeza; pero ella ha ungido mis pies con aceite oloroso."

Al leer este versículo, Mijail pensó:

"Tú no me has dado agua para los pies; no me has dado el ósculo de paz; no has ungido con aceite mi cabeza."

De nuevo se quitó los lentes, los dejó en el libro y se puso a meditar. "Aquel fariseo debía de ser como yo se dijo. Yo también he pensado únicamente en mí. Con tal de beber té, de que no me faltara lumbre ni careciera de nada, casi no me acordaba del invitado. Sólo pensaba en mí, y no en el huésped. Sin embargo, ¿quién era ese huésped? ¡El Señor en persona...! Si hubiera venido a mi casa, ¿hubiera yo procedido de esta manera?

Mijail apoyó pensativo los codos en la mesa, dejó caer la cabeza sobre las ma-nos, y sin darse cuenta, se quedó dormido.

-¡Mijail! -dijo, de pronto, una voz en su oído.

El zapatero se despertó, sobresaltado.

-¿Quién es? -preguntó, incorporándose.

Miró a la puerta; pero, al no ver a nadie, volvió a dormirse. Sin embargo, acto seguido oyó estas palabras:

-¡Mijail! ¡Mijail! Mira mañana a la calle, que vendré a verte.

Volviendo en sí, se levantó de la silla y se frotó los ojos. No hubiera podido asegurar si aquellas palabras las había oído en sueños o en realidad.

Finalmente, apagó la lámpara y se acostó. A la mañana siguiente, se levantó antes que amaneciera. Tras de rezar su plegaria acostumbrada, encendió la estufa y puso a cocer la sopa y las gachas, preparó el samovar. Luego, se puso el mandil y se sentó junto a la ventana, para empezar su labor de todos los días.

Mientras trabajaba, no podía apartar de su imaginación lo que le sucediera la víspera, y no sabía qué pensar. Tan pronto le parecía que había sido víctima de una alucinación, como que alguien le había hablado en realidad.

"Son cosas que suceden en la vida" se dijo.

Siguió trabajando. A ratos, echaba una ojeada a la ventana; y, cuando pasaba alguno cuyas botas no conocía, se incorporaba para ver mejor, no sólo los pies, sino la cara del desconocido.

Pasó un portero calzado con valenki nuevas; luego, un aguador; después, un viejo soldado del tiempo de Nicolás, provisto de una pala; llevaba unas botas muy recompuestas y tan viejas casi como él mismo.

Ese soldado se llamaba Stepanich. Vivía en casa de un comerciante de la vecindad, que lo había recogido por consideración a sus años y a su extrema pobreza. Para darle alguna ocupación compatible con sus años, le había encargado de ayudar al portero.

El viejo soldado se puso a quitar la nieve ante la ventana del zapatero. Este lo miró y prosiguió su tarea.

"Soy tonto en pensar de este modo -se dijo, riéndose de sí mismo-. Es Stepanich el que está limpiando la nieve y yo me figuro que es Cristo que ha venido a verme. La verdad es que estoy divagando; soy tonto."

No obstante, al cabo de haber dado diez puntos, volvió a mirar por la ventana y vió al viejo soldado, que, tras de dejar la pala apoyada contra la pared, descansaba, procurando calentarse.

"Es muy viejo ese desdichado. Se ve que ya no tiene fuerzas ni para quitar la nieve. Le vendría bien tomar una taza de té; precisamente tengo aquí el samovar, que se está apagando", se dijo Mijail

Y acto seguido, clavó la lezna en el banquillo, se levantó, puso elsamovar en la mesa, echó agua en la tetera y dió unos golpecitos en la ventana. Stepanich se volvió. Mijail le hizo una seña y se dirigió a la puerta para abrirla.

-Ven. Pasa a calentarte, debes de tener frío -dijo.

-¡Líbrenos Dios! Ya lo creo que lo tengo; me duelen los huesos -replicó el viejo.

Al entrar, se sacudió la nieve de los pies, por temor a manchar el suelo, y sus piernas vacilaron.

-No te molestes en limpiarte los pies; ya barreré luego. No importa que se manche el suelo, Ven, siéntate y toma un poco de té.

El zapatero sirvió dos vasos de té hirviente, y tendió uno a su huésped. Después echó el suyo en el platillo y se puso a soplar para enfriarlo.

Cuando hubo apurado su vaso, el viejo soldado lo volvió boca abajo sobre el platillo, puso encima el azúcar que le habla sobrado y dió las gracias al zapatero. Pero era evidente que hubiera de ayudar al portero.

Bebido gustosamente otro vaso.

-Toma más -dijo Mijail, llenando de nuevo los dos vasos.

Mientras tomaba el té, el zapatero no hacía más que mirar hacia la sala.

-¿Esperas a alguien? -preguntó el huésped.

-Me preguntas si espero a alguien. Vergüenza me da decirte a quién espero. Ignoro si tengo o no razón para esperar; pero una palabra que me ha llegado al corazón... ¿Sería un sueño? No lo sé. Figúrate, amigo mío, que anoche estaba leyendo los Evangelios... ¡Cuánto sufrió Jesús cuando estaba entre los hombres! Has oído hablar de esto, ¿no es cierto?

-En efecto, he oído decir algo así; pero nosotros, los ignorantes, no sabemos leer -respondió el soldado.

-Pues, como te digo, estaba leyendo la historia de cómo pasó por el mundo Nuestro Señor y llegué a cuando estaba en casa del fariseo y éste no salió a su encuentro... Después de haber leído esto, pensé: "¿Cómo no honrar lo mejor posible a Nuestro Señor? Si me sucediese algo parecido, todo me parecería poco para honrarle. Sin embargo, el fariseo no lo recibió bien." Tales eran mis pensamientos cuando me quedé dormido. Y, de pronto, oí que alguien me llamaba por mi nombre. Me levanté y me pareció que la voz murmuraba: "Espérame, que vendré mañana." Lo dijo dos veces seguidas... Y no me lo creerás. Tengo esa idea metida en la cabeza, y, aun cuando yo mismo me burlo de mi credulidad, sigo esperando a nuestro Padre.

El soldado movió la cabeza, sin res¬ponder. Apuró el vaso y lo dejó en el platillo; pero el zapatero se lo llenó de nuevo.

-Toma más y que te aproveche. Creo que El, nuestro Padre, no rechazó a nadie cuando andaba por el mundo. Y sobre todo, iba buscando a los humildes, cuyas casas visitaba. Eligió a sus discípulos entre los de nuestra clase, pescadores y artesanos como nosotros. "El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado... Me llamáis Señor, y yo os lavo los pies; el que quiera ser el primero, debe ser el servidor de los demás. Bien-aventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos."

Stepanich había olvidado su vaso de té. Era un viejo sensible. Escuchaba las palabras de Mijail y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

-Anda, bebe más -dijo éste.

Pero el soldado se persignó, dió las gracias y, tras de apartar el vaso, se puso en pie.

-Mucho te agradezco, Mijail, que me hayas tratado de este modo, satisfaciendo al mismo tiempo mi alma y mi cuerpo.

-Estoy siempre a tu disposición. Hasta otra vez. Acuérdate de que me alegra mucho que vengas a verme.

Cuando se marchó el soldado, el zapatero acabó de tomar el té que quedaba en su vaso y volvió a sentarse junto a la ventana, para trabajar.

Según iba cosiendo, no hacía más que echar ojeadas por la ventana y esperar a Cristo. Sólo pensaba en El y repasaba en su imaginación las cosas que había hecho y las palabras que había pronunciado.

Pasaron dos soldados; uno llevaba botas de ordenanza; el otro, botas de su propiedad; luego, un noble con chanclos de goma, al que seguía un panadero, cargado con una cesta.

En esto, frente a la ventana apareció una mujer, con medias de lana y zapatos de campesina. Se arrimó a la pared. Mijail miró a través de los cristales, viendo a una forastera con un niño en brazos. Arrimada a la pared, volvía la espalda al viento. Procuraba abrigar a la criatura, sin lograrlo, porque nada tenía para envolverla. A pesar del frío, la mujer llevaba un traje de verano en bastante mal estado.

Desde su ventana, el zapatero oyó que el niño lloraba y que los esfuerzos de la madre por tranquilizarlo eran inútiles. Entonces, levantándose, abrió la puerta, salió y gritó:

-¡Oye! ¡Oye! Escúchame...

La forastera oyó a Mijail y se volvió hacia él.

-¿Por qué te quedas ahí a la intemperie con tu hijo? Ven, entra en mi cuarto. Podrás cuidarle mejor... Pasa por aquí, por aquí...

Muy sorprendida, la mujer vió a un viejo con mandil, que le hacía señas para que se acercase. Obedeció. Bajó la escalera y entró en la habitación.

-Ven acá; siéntate junto a la estufa. Caliéntate y da el pecho a tu hijo.

-Es que ya no tengo leche. Es más; desde esta mañana no he probado nada...

Sin embargo, dió el pecho a la criatura.

El zapatero volvió la cabeza. Se acercó a la mesa y cogió pan y un tazón. Luego abrió la estufa, donde hervía la sopa, y sacó un cucharón; pero, como no había cocido lo bastante, vertió sólo el liquido en el tazón que dejó en la mesa. Cortó el pan y, tras de extender una servilleta, puso un cubierto.

-Siéntate y come. Mientras tanto, yo tendré a tu hijo. He sido padre y sé cuidar a los pequeños.

La mujer se persignó, se sentó ante la mesa y empezó a comer. Mijail, sentado en su cama con el niño, lo besaba para tranquilizarlo. Como el pequeño seguía llorando, a pesar de todo, el zapatero discurrió amenazarlo con un dedo, que acercaba y alejaba alternativamente a los labios del niño, pero sin llegar a tocarle, porque su mano estaba manchada de pez. Atento a aquello que se movía tan cerca de su cara, el pequeño cesó de gritar y hasta se echó a reír, con gran alegría de Mijail.

Lo forastera contó quién era y de dónde venía.

-Soy mujer de un soldado. Hace ocho meses que se llevaron a mi marido, y no tengo noticias de él. Me defendía con mi empleo de cocinera, antes de dar a luz. Pero, después, ya no quisieron tenerme en ninguna casa, a causa del pequeño. Hace tres meses que estoy sin colocación. En ese tiempo he gastado cuanto tenía. Me he ofrecido como nodriza; pero no han querido tomarme, porque dicen que estoy muy delgada. Entonces he ido a casa de una tendera, donde está colocada mi hija mayor. Me han prometido colocarme. Pero me han dicho que vuelva la semana que viene... La tendera vive muy lejos. Me he agotado y mi hijito también. Menos mal que la patrona se ha apiadado de nosotros y nos deja dormir en su casa, por amor de Dios. De otro modo, no sé qué sería de mi hijo ni de mí...

-¿No tienes vestidos de abrigo? preguntó el zapatero, lanzando un suspiro.

-No. Ayer empeñé mi último pañolón de lana, por veinte copecks.

La mujer se acercó al lecho y tomó al niño en brazos. Mijail rebuscó entre sus cosas y, por fin, encontró un caftán viejo.

-Toma. Está bastante usado; pero servirá para cubrirte un poco.

La forastera miró al zapatero y el caftán y, tras de coger la prenda, rompió a llorar. No menos conmovido, Mijail volvió el rostro. Luego, fué hacia su cama, y sacó de debajo de ésta un cofrecito. Tomó algo de él, y se sentó de nuevo, frente a la desdichada mujer.

-Dios te lo premie -dijo ésta-. Sin duda, El es quien me ha llevado a tu ventana. Sin eso, la criatura se hubiera helado. Cuando salí hacía calor y, en cambio ahora, ¡qué frío! ¡Qué buena idea te ha inspirado Dios de asomarte a la ventana y apiadarte de nosotros!

El zapatero sonrió.

-En efecto, ha sido El quien me ha dado esa idea. No miré por casualidad.

Y Mijail contó a la mujer que en sueños había oído una voz y que Jesús le había prometido ir a su casa aquel día.

-Todo puede suceder -dijo la forastera, levantándose.

Tomó el viejo caftán, envolvió al niño y se inclinó ante el zapatero, para darle las gracias.

-Toma eso en nombre de Dios -exclamó éste, deslizándole en la mano una moneda de veinte copecks: Cógelo para desempeñar tu pañolón.

La mujer hizo la señal de la cruz, Mijail la imitó y fijé a acompañarla hasta la puerta. Y la forastera se marchó.

Cuando hubo comido la sopa, Mijail volvió a su faena. Mientras manejaba la lezna, tenía la atención puesta en la ventana. Cada vez que vislumbraba una sombra, alzaba los ojos para examinar al transeúnte. Conocía a algunos de ellos, y a otros no. Pero estos últimos no ofrecían nada de particular.

De repente vió detenerse, precisamente frente a su ventana, a una anciana ven-dedora ambulante, que llevaba una cestita con manzanas. Quedaban pocas; sin duda había vendido ya la mayor parte. Además, iba cargada de un saco de ramitas secas, que debía de haber recogido en los alrededores de alguna fábrica de carbón. Probablemente, regresaba a su casa. Al parecer, el saco le hacía daño en el hombro y quería cambiárselo al otro, para lo cual lo dejó en el suelo, puso la cestita de manzanas en el alféizar de la ventana y empezó a arreglar las ramitas. Mientras estaba entretenida en ese menester, un golfillo que había surgido de pronto robó una manzana y quiso escaparse. Pero la anciana lo advirtió y, volviéndose presurosa, lo agarró por una manga. El muchacho se debatió todo lo que pudo; sin embargo, la mujer consiguió retenerlo, le arrancó la gorra y le dió un tirón de pelos.

El golfillo gritaba y la anciana se enfurecía por momentos. Sin perder tiempo ni siquiera en clavar la lezna, el za¬patero la dejó caer al suelo y se precipitó hacia la puerta. En su carrera perdió los lentes y estuvo a punto de rodar por las escaleras. Una vez en la calle, vió que la mujer tiraba de los cabellos al mozalbete y lo golpeaba despiadadamente, amenazándole con entregarlo a un guardia,

El muchacho seguía debatiéndose y negando su delito.

-¡No he cogido nada! ¿Por qué me pegas? ¡Déjame! -gritaba.

Mijail quiso separarlos. Cogió al muchacho de la mano, diciendo:

-¡Déjale, perdónale, por Dios!

-¿Perdonarle? ¡Se acordará de mí!. Ahora mismo voy a llevarlo a la Comisaría. ¡Granuja!

-Te digo que lo dejes. No lo volverá a hacer. Déjale, en nombre de Cristo-volvió a insistir Mijail.

La vieja soltó al muchacho, que iba a echar a correr, pero el zapatero lo retuvo.

-Pide perdón a esta anciana y no vuelvas a hacer eso nunca más. Te he visto coger la manzana.

El muchacho rompió a llorar, y pidió perdón entre sollozos.

-Eso no está bien -le amonestó Mijail. Y ahora, toma una manzana que te doy yo -añadió, cogiendo de la cesta y tendiéndosela al muchacho.

-Mimas demasiado a este ratero -exclamó la vieja. Mejor hubiera sido sentarle las costuras de modo que se acordara toda la semana.

-Nosotros juzgamos así, pero Dios nos juzga de otra manera. Si hubiera que azotar a este muchacho por una manzana, ¿qué habría que hacer con nosotros, por nuestros pecados? -replicó el zapatero.

La anciana guardó silencio. Entonces Mijail le contó la parábola del acreedor que perdonó la deuda y del deudor que quiso matar al que le había favorecido. La vieja y el muchacho lo escucharon con atención.

-Dios nos manda perdonar, porque de otro modo no seremos perdonados -prosiguió Mijail-. Hay que perdonar a todos y, principal-mente, a los que no saben lo que hacen.

-No digo que no -murmuró la vieja, inclinado la cabeza y suspirando. Pero hay que reconocer que los niños están inclinados a hacer el mal.

-Por eso precisamente nos corresponde a nosotros, que somos viejos, enseñarles el bien.

-Así lo creo yo también. He tenido siete hijos; pero sólo me queda una hija.

Y la vendedora refirió que vivía con su hija y sus nietos.

-Ya ves lo débil que soy. Y, sin embargo, trabajo para mis nietos. ¡Son tan hermosos! ¡Me salen al encuentro con tanto cariño! ¿Y mi Aksiutka? Esa sí que que no quiere ir con nadie más que conmigo. No hace más que decirme : "Abuelita, querida abuelita."

La anciana terminó por enternecerse.

-La verdad es que todo eso no ha sido más que una chiquillada. Así es que vete con Dios -dijo al muchacho.

Y fué a echarse la carga al hombro. Entonces, éste se acercó, diciendo:

-Dame el saco, yo te lo llevaré; precisamente me coge de camino.

Y se fueron juntos. A la vendedora se le olvidó reclamar a Mijail el importe de la manzana. Al quedar solo, el zapatero los miró alejarse y escuchó su conversación. Después de seguirlos un rato con la vista, volvió a su casa, encontró sus lentes intactos en la escalera, recogió la lezna y se puso de nuevo a trabajar. Al poco rato, cuando ya no había bastante luz para coser vió pasar al empleado que iba a encender los faroles.

"Tengo que encender la lámpara", se dijo.

Preparó el quinqué y, tras de colgarlo, continuó su tarea. Terminada una bota, la encontró bien. Entonces recogió la herramienta, barrió los recortes del suelo, puso la lámpara en la mesa y tomó el Evangelio del estante.

Tenía intención de abrirlo por la página en que había quedado la víspera, pero fué a dar con otra. En aquel momento recordó el sueño que tuviera la noche anterior y sintió que algo se agitaba detrás de él. Al volverse vió, o se figuró ver, que había alguien en un rincón de la estancia. Era gente, en efecto, pero no se veía bien.

Una voz le susurró al oído:

-¡Mijail! ¡Mijail! ¿No me conoces?

-¿Quién eres? -preguntó el zapatero.

-Soy yo -dijo la voz-. ¡Soy yo!

Era Stepanich. Surgió del rincón oscuro, sonrió a Mijail; y desapareció, esfumándose como una nube.

-Soy yo también -dijo otra voz.

Y del rincón oscuro salió la forastera con la criatura. La mujer sonrió, sonrió el niño; y ambos se desvanecieron en la sombra.

-También soy yo -düo una tercera voz.

Aparecieron entonces la vieja y el muchacho. Este llevaba una manzana en la mano. Los dos sonrieron y no tardaron en disiparse, como los anteriores. El zapatero sintió un regocijo supremo en el corazón. Se persignó, se puso los lentes y leyó la página del Evangelio, según estaba abierto.

"Tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era forastero y me has acogido."

El final de la página decía:

"Lo que habéis hecho por el más pequeño de mis hermanos, es a Mí a quien lo habéis hecho." (San Mateo, XXV.)

Entonces comprendió el zapatero que su sueño había sido un aviso del cielo; que, en efecto, el Salvador había estado aquel día en su casa, y que era a El a quien había acogido.




domingo, 12 de marzo de 2017

El sueño del Pongo - José María Arguedas

Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas viejas.
      El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.
  -Eres gente u otra cosa –le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.
Humillándose el pongo no contestó.
    Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
     -¡A ver! –dijo el patrón-, por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esa manos que parecen que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! –ordenó el mandón de la hacienda.
Arrodillándose, el pongo besó las manos al patrón,
y todo agachado siguió al mandón hasta la cocina.
     El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran, sin embargo, como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. –Huérfano de huérfanos; hijo del viento, de la luna, debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza- había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.
    El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba callado, comía. “Sí papacito, sí mamacita”, era cuanto solía decir.
     Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto y por su ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba al pongo,  delante de toda la servidumbre; lo sacudía como un trozo de pellejo. Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.
     -Creo que eres perro, ¡ladra! –le decía.
     El hombrecito no podía ladrar.
     -Ponte en cuatro patas –le ordenaba, entonces.
   El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.
   -Trota de costado, como perro –seguía ordenándole el hacendado.
       El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.
       El patrón reta de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.
      -¡Regresa! –le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.
     El pongo volvía de costadito. Llegaba  fatigado.
     Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María, despacio, como viento interior en el corazón.
     -¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres¡ -mandaba el señor al cansado hombrecito-. Siéntate en dos patas, empalma las manos.
     Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la imagen de uno de estas animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
     Golpeándola con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo  del corredor.
     -Recemos el Padrenuestro –decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.
     El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía  ni ese lugar correspondía  nadie.
     En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor  al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.
     -¡Vete, pancita! –solía ordenar, después, el patrón al pongo.

     Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.
     Pero… una tarde, a la hora del Avemaría, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.
     -Gran señor, dame tu licencia padrecito mío, quiero hablarte –dijo.
El patrón no oyó lo que oía.
    -¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? –preguntó.
     -Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte –repitió el pongo.
     -Habla… si puedes –contestó el hacendado.
     -Padre mío, señor mío, corazón mío –empezó a hablar el hombrecito—Soñé anoche que habíamos muerto los dos, juntos; juntos habíamos muerto.
     -¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo indio –le dijo el gran patrón.
     -Como éramos hombres muerto, señor mío, aparecimos desnudos, los dos, juntos; desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.
     -¿Y después? ¡Habla! –ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
     -Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. Y a ti y a mí nos examinaba, pensando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
     -¿Y tú?
     -No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
     -Bueno. Sigue contando.
     -Entonces, después nuestro Padre dijo en su boca: “De todos los ángeles, el más hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de chancaca más transparente”
     -¿Y entonces? –preguntó el patrón.
     Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención  sin cuenta pero temerosos.
     -Dueño mío: apenas nuestro gran padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando alto como el sol; vino hasta llegar delante     de nuestro Padre caminando despacito. Detrás del ángel mayor marcha otro pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
     -¿Y entonces? –repitió el patrón.
      -“Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro: que tus manos sean como plumas cuando pasean sobre el cuerpo del hombre”, diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel  con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; como si estuviera hecho de oro, transparente.
     -Así tenía que ser –dijo el patrón, y luego preguntó:
     -¿Y a ti?
     -Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar: “Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer; el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano”.
     -¿Y entonces?
     -Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien cansado con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. “Oye, viejo –ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel –embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!”. Entonces con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la  luz del cielo, apestando…
      -Así mismo tenía que ser –afirmó el patrón –¡Continúa!”  ¿O todo concluye allí
     -No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: “Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámense el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo”. El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza Nuestro Padre le recomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.


sábado, 24 de diciembre de 2016

Ciro Alegría - Calixto Garmendia

Déjame contarte —le pidió un hombre llamado Remigio Garmendia a otro llamado Anselmo, levantando la cara—. Todos estos días, anoche, esta mañana, aún esta tarde, he recordado mucho... Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida... Además, debes aprender. La vida, corta o larga, no es de uno solamente.

Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguaba hondo y tenía un rudo timbre de emoción. Blandíanse a ratos las manos encallecidas.

—Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era carpintero y me mandó a la escuela. Hasta segundo año de primaria era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo, porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre tenía un terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda de algunos indios a los que pagaba en plata o con obritas de carpintería: que el cabo de una lampa o de hacha, que una mesita, en fin. Desde un extremo del corredor de mi casa, veíamos amarillear el trigo, verdear el maíz, azulear las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y la carpintería teníamos bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y también por su carácter, mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en el corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el alcalde. «Buenos días, señor», decía mi padre, y se acabó. Pasaba el subprefecto. «Buenos días, señor», y asunto concluido. Pasaba el alférez de gendarmes. «Buenos días, alférez», y nada más. Pasaba el juez y lo mismo. Así era mi padre con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o les pidiese o les debiera algo. Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les disgustaba. Y no acababa ahí la cosa. De repente venía gente del pueblo, ya sea indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte o también en poblada llegaban. «Don Calixto, encabécenos para hacer ese reclamo». Mi padre se llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien aceptaba y salía a la cabeza de la gente, que daba vivas y metía harta bulla, para hacer el reclamo. Hablaba con buena palabra. A veces hacía ganar a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía confianza. Abuso que se cometía, ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los perjudicados. Las autoridades y los ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos, le tenían echado el ojo para partirlo en la primera ocasión. Consideraban altanero a mi padre, quien no los dejaba tranquilos. El ni se daba cuenta y vivía como si nada le pudiera pasar. Había hecho un sillón grande, que ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las tardes, a conversar con los amigos. «Lo que necesitamos es justicia», decía. «El día que el Perú tenga justicia, será grande». No dudaba de que la habría y se torcía los mostachos con satisfacción, predicando: «No debemos consentir abusos».


Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón del pueblo se llenó con los muertos del propio pueblo y los que traían del campo. Entonces las autoridades echaron mano de nuestro terrenito para panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas haciendas llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron de pretexto que el terreno de mi padre estaba ya cercado, pusieron gendarmes y comenzó el entierro de muertos. Quedaron a darle una indemnización de setecientos soles, que era algo en esos años, pero que autorización, que requisitos, que papeleo, que no hay plata en este momento... Se la estaban cobrando a mi padre, para ejemplo de reclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a afilar una cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le veía en la cara y se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros más desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde.

Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a escribir cartas exponiendo la injusticia. Quería conseguir que al menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba dos soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al final: «A ruego de Calixto Garmendia, que no sabe firmar, fulano». El caso fue que mi padre despachó dos o tres cartas al diputado por la provincia. Silencio. Otras al senador por el departamento. Silencio. Otra al mismo Presidente de la República. Silencio. Por último mandó cartas a los periódicos de Trujillo y a los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana, jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la casa y mi padre se iba detrás y esperaba en la oficina del despacho, hasta que clasificaban la correspondencia. A veces, yo también iba. «Carta para Calixto Garmendia?», preguntaba mi padre. El interventor, que era un viejito flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en la casilla de la G, las iba viendo y al final decía: «Nada, amigo». Mi padre salía comentando que la próxima vez habría carta. Con los años, afirmaba que al menos los periódicos responderían. Un estudiante me ha dicho que, por lo regular, los periódicos creen que asuntos como ésos carecen de interés general. Esto en el caso de que los mismos no estén en favor del gobierno y sus autoridades, y callen cuanto pueda perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y estar yéndose por las alturas, varios años.

Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes, mandados por el subprefecto en persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el Síndico de Gastos del Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí debiera estar la plata: «No hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate, Garmendia. Con el tiempo se te pagará». Mi padre presentó dos recursos al juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no pensaba en afilar la cuchilla y el formón. «Es triste tener que hablar así —dijo una vez—, pero no me darían tiempo de matar a todos los que debía». El dinerito que mi madre había ahorrado y estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa, se fue en cartas y en papeleo.

A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o a Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de que, viéndolo pobre y solo, sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo valerse? El terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos. Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: «¡Algo mío han enterrado ahí también! ¡Crea usted en la justicia!» Siempre se había ocupado de que le hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido obtener ni para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.

Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse a ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en cajón, pero eran pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus muertos envueltos en mantas sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no. La verdad era que cuando nos llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi padre se ponía contento. Se alegraba de tener trabajo y también de ver irse al hoyo a uno de la pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre, tratado así, no se le daña el corazón? Mi madre creía que no estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del finado rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo, a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón de muerto debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían así y otros que pintado de color caoba o negro y encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a podrir lo mismo bajo la tierra, pero aún para eso hay gustos.

Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el pueblo. Un forastero abrió una nueva tienda, que resultó mejor que las otras cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos meses haciendo el mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró con banda de música y la gente hablaba del progreso. En mi casa hubo ropa nueva para todos. Mi padre me dio para que lo gastara en lo que quisiera, así, en lo que quisiera, la mayor cantidad de plata que había visto en mis manos: dos soles. Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que mermar el negocio de las otras cuatro, nuestra ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo único bueno fue que yo gasté los dos soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que una noche se dejó coger entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante no me cobró ya nada y si antes me recibió los dos soles, fue de pobre que era.

En la carpintería, las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un baúl o una mesita o tres sillas en un mes. Como siempre, es un decir. Mi padre trabajaba a disgusto. Antes lo había visto yo gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba muy vistosa. Después ya no le importó y como que salían del paso con un poco de lija. Hasta que al fin llegaba el encargo de otro cajón de muerto, que era plato fuerte. Cobrábamos generalmente diez soles. Déle otra vez a alegrarse mi padre, que solía decir: «Se fregó otro bandido, diez soles!» A trabajar duro él y yo; a rezar mi madre, y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo. ¿Eso es vida? Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera mezclada tanto la muerte.

La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a eso de las tres o cuatro de la madrugada, mi padre se echaba unas cuantas piedras bastante grandes a los bolsillos, se sacaba los zapatos para no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba las piedras, rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las tejas. Luego volvía a la carrera y, ya dentro de la casa, a oscuras, pues no encendía luz para evitar sospechas, se reía. Su risa parecía a ratos el graznido de un animal. A ratos era tan humana, tan desastrosamente humana, que me daba más pena todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso. Por otra parte, en la casa del alcalde solían vigilar. Como había hecho incontables chanchadas, no sabían a quién echarle la culpa de las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar, volvía a romper tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió tejas en la casa del juez, del subprefecto, del alférez de gendarmes, del síndico de gastos. Calculadamente, rompió las de las casas de otros notables, para que si querían deducir, se confundieran. Los ocho gendarmes del pueblo salieron en ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca pudieron atrapar a mi padre. Se había vuelto un artista de la rotura de tejas. De mañana salía a pasear por el pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaba, subían con tejas nuevas a reemplazar las rotas. Si llovía era mejor para mi padre. Entonces atacaba la casa de quien odiaba más, el alcalde, para que el agua le dañara o, al caerles, los molestara a él y su familia. Llegó a decir que les metía el agua a los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era poco probable que pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero él pensaba que lo hacía, por darse el gusto de pensarlo.

El alcalde murió de un momento a otro. Unos decían que de un atracón de carne de chancho y otros que de las cóleras que le daban sus enemigos. Mi padre fue llamado para que hiciera el cajón y me llevó a tomar las medidas con un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había que verle la cara a mi padre contemplando al muerto. Él parecía la muerte. Cobró cincuenta soles adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el precio, dijo que el cajón tenía que ser muy grande, pues el cadáver también lo era y además gordo, lo cual demostraba que el alcalde comió bien. Hicimos el cajón a la diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor cuando metían el cajón al hoyo, y decía: «Come la tierra que me quitaste, condenado; come, come». Y reía con esa su risa horrible. En adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa del juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros mandones. Su vida era odiar y pensar en la muerte. Mi madre se consolaba rezando. Yo, tomando a Eutimia en el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumbado así a mi padre. Antes de que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y su hijo, servir a sus amigos y defender a quien lo necesitara. Quería a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían derrumbado.

Mi madre le dio esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de pronto. Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para pagarle. Además, que abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Esto ya no tenía ni apariencia de verdad. Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia con las autoridades, no iban por la casa para que las defendiera. Con este motivo ni se asomaban. Mi padre le gritó al nuevo alcalde, se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato. Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre a darle satisfacciones al alcalde, que le lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar:
—«Eso nunca! Por que quieren humillarme? La justicia no es limosna! Pido justicia!»

lunes, 24 de octubre de 2016

Giovanni Boccaccio - Meter al diablo en el infierno

En la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían quienes en las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado. La joven, que simplicísima era y de edad de unos catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin decir nada a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual repuso que, inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también quién le enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su buena disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas silvestres y dátiles, y agua a beber, le dijo:

-Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas buscando es mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a él.

Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él y oídas de este estas mismas palabras, yendo más adelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muy devota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico, y la petición le hizo que a los otros les había hecho. El cual, por querer poner su firmeza a una fuerte prueba, no como los demás la mandó irse, o seguir más adelante, sino que la retuvo en su celda; y llegada la noche, una yacija de hojas de palmera le hizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se acostase. Hecho esto, no tardaron nada las tentaciones en luchar contra las fuerzas de este, el cual, encontrándose muy engañado sobre ellas, sin demasiados asaltos volvió las espaldas y se entregó como vencido; y dejando a un lado los pensamientos santos y las oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la juventud y la hermosura de esta comenzó, y además de esto, a pensar en qué vía y en qué modo debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él, como hombre disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de ella.

Y probando primero con ciertas preguntas que no había nunca conocido a hombre averiguó, y que tan simple era como parecía, por lo que pensó cómo, bajo especie de servir a Dios, debía traerla a su voluntad. Y primeramente con muchas palabras le mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el diablo, y luego le dio a entender que el servicio que más grato podía ser a Dios era meter al demonio en el infierno, adonde Nuestro Señor lo había condenado. La jovencita le preguntó cómo se hacía aquello; Rústico le dijo:

-Pronto lo sabrás, y para ello harás lo que a mí me veas hacer. Y empezó a desnudarse de los pocos vestidos que tenía, y se quedó completamente desnudo, y lo mismo hizo la muchacha; y se puso de rodillas a guisa de quien rezar quisiese y contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así, sintiéndose Rústico más que nunca inflamado en su deseo al verla tan hermosa, sucedió la resurrección de la carne; y mirándola Alibech, y maravillándose, dijo:

-Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo que así se te sale hacia afuera y yo no la tengo?

-Oh, hija mía -dijo Rústico-, es el diablo de que te he hablado; ya ves, me causa grandísima molestia, tanto que apenas puedo soportarlo.

Entonces dijo la joven:

-Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo ese diablo.

Dijo Rústico:

-Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de esto.

Dijo Alibech:

-¿El qué?

Rústico le dijo:

-Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para la salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si tú quieres tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me darás a mí grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para ello has venido a estos lugares, como dices.

La joven, de buena fe, repuso:

-Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis.

Dijo entonces Rústico:

-Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar tranquilo.

Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó cómo debía ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de Dios. La joven, que nunca había puesto en el infierno a ningún diablo, la primera vez sintió un poco de dolor, por lo que dijo a Rústico:

-Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente enemigo de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte, duele cuando se mete dentro.

Dijo Rústico:

-Hija, no sucederá siempre así.

Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen de la yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan bien la soberbia de la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo. Pero volviéndole luego muchas veces en el tiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempre obediente a quitársela, sucedió que el juego comenzó a gustarle, y comenzó a decir a Rústico:

-Bien veo que la verdad decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios era cosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa alguna hiciera yo que tanto deleite y placer me diese como es el meter al diablo en el infierno; y por ello me parece que cualquier persona que en otra cosa que en servir a Dios se ocupa es un animal.

Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le decía:

-Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.

Haciendo lo cual, decía alguna vez:

-Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera allí de tan buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría nunca.

Así, tan frecuentemente invitando la joven a Rústico y consolándolo al servicio de Dios, tanto le había quitado la lana del jubón que en tales ocasiones sentía frío en que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a decir a la joven que al diablo no había que castigarlo y meterlo en el infierno más que cuando él, por soberbia, levantase la cabeza:

-Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega a Dios quedarse en paz.

Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, después de que vio que Rústico no le pedía más meter el diablo en el infierno, le dijo un día:

-Rústico, si tu diablo está castigado y ya no te molesta, a mí mi infierno no me deja tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a calmar la rabia de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a quitarle la soberbia a tu diablo.

Rústico, que de raíces de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los envites; y le dijo que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno, pero que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan raramente que no era sino arrojar un haba en la boca de un león; de lo que la joven, no pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho rezongaba. Pero mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había, por el demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa Alibech de todos sus bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que esta estaba viva, poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos, con gran placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero. Pero preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que le servía metiendo al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido un gran pecado con haberla arrancado a tal servicio. Las mujeres preguntaron:

-¿Cómo se mete al diablo en el infierno?

La joven, entre palabras y gestos, se los mostró; de lo que tanto se rieron que todavía se ríen, y dijeron:

-No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo a Dios Nuestro Señor en eso.


Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de que el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y seguirse.