lunes, 29 de agosto de 2016

Robert Bloch - El vampiro estelar

Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana infancia me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicableatractivo para mí. En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo siniestro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles. En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fui haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y sueños.
El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir.
Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito.
Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa unanimidad. Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.
Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo. Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido.Los vampiros, hombres-lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno. Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!
Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente. Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas. Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa. Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir los libros deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso. Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen develados por un intruso.
Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una llamada telefónica verdaderamente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas…. ¡aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte. ¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento. Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules. La perseverancia acaba por triunfar. En una vieja tienda de la calle South Dearborn, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De Vermis Mysteriis, “Misterios del Gusano”. El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me despidió con amable satisfacción.
Yo me marché apresuradamente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían considerando como un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero. Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría. En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando -lugar muy adecuado- las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen, en forma un tanto evasiva, que era asistido por “compañeros invisibles” y “servidores enviados de las estrellas”. Los campesinos evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le gustaban ciertos ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque. Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición, nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas… todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minuciosos reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra. Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los “Misterios del Gusano”. Nadie se explica cómo pudo lograrlo sin que los guardianes lo sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de propagarlos.
Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para desentrañarlo.
Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más le escribí apresuradamente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente.
Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante caro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por una amplia ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante la espantosa y memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana abierta a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo… Los libros tapizaban las paredes, los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales. Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi amigo proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse. Mi compañero era sensible también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente horrible.
Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba. Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme en fuentes más saludables. Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas. El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos… y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante. Mi amigo no pudo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, empezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando en cuando, los traducía al inglés.
Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación. Con voz chillona y excitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí. Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares,había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora lo iba a escuchar, él me lo leería. Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación:
Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum
nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigillum…
El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a reflexionar. Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaesencia del horror.
Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación!
Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí. Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor.
Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por en vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver?
Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso. Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo… sangriento. Muy despacio, pero en forma continua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se abrían y cerraban con horrible codicia… Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo para presenciarlo un humano.
Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió a la ventana con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido.
Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensangrentada vuelta hacia las estrellas.
Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las torcillas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal.
Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó su vivienda.
Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí.
Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios del Gusano.

martes, 2 de agosto de 2016

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Ambrose Bierce - La maldita cosa

I. Uno no siempre se come lo que está en la mesa

A la luz de una vela de sebo, que había sido puesta en el extremo de una mesa rústica, un hombre estaba leyendo algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas bastante usado, y lo escrito no era al parecer muy legible, pues el hombre a veces llevaba la página cerca de la llama de la vela, para tener una luz más fuerte sobre ésta. La sombra del libro lanzaba entonces a la oscuridad una mitad de la habitación, apagando un número de rostros y figuras, pues además del lector otros ocho hombres estaban presentes. Siete de éstos sentados contra las rústicas paredes de troncos, en silencio, inmóviles y, siendo la habitación pequeña, no muy lejos de la mesa. De extender un brazo, cualquiera de ellos podría haber tocado al octavo hombre, que yacía en la mesa boca arriba, cubierto en parte por una sábana, sus brazos a los costados. Ése estaba muerto.
El hombre con el libro no estaba leyendo en voz alta, y nadie hablaba; todos parecían estar esperando que algo ocurriera, sólo el hombre muerto estaba sin expectativa. Desde la oscuridad absoluta del exterior venían, por una abertura que servía de ventana, todos los ruidos nunca no familiares de la noche en la espesura: la larga nota innominada de un coyote distante, el quieto temblor pulsante de los incansables insectos en los árboles, los extraños gritos de los pájaros de la noche, tan diferentes a los de los pájaros del día, el zumbido de los grandes escarabajos desatinados, y todo ese misterioso coro de sonidos menudos que parecen haber estado siempre, y que son oídos a medias cuando han cesado de súbito, como conscientes de una indiscreción. Pero nada de todo eso era notado por esa partida; sus miembros no eran muy adictos al interés ocioso en asuntos de importancia no práctica; eso era obvio en cada línea de sus rostros ásperos, obvio, incluso, a la tenue luz de la única vela. Eran, evidentemente, hombres de la vecindad, granjeros y leñadores.
La persona leyendo era un poco diferente; uno hubiera dicho que era del mundo, mundana, aunque había algo en su atuendo que atestiguaba una cierta fraternidad con los organismos de su entorno. Su chaqueta apenas habría pasado como aceptable en San Francisco, su calzado no era de origen urbano, y el sombrero que yacía a su lado en el suelo (era el único descubierto) era tal que, si uno lo hubiera considerado como un artículo de mero adorno personal, habría perdido su sentido. De semblante el hombre era más bien cautivador, con sólo un rastro de severidad, aunque ésta podía haberla asumido o cultivado, como era apropiado para uno de autoridad. Pues él era forense. Era en virtud de su oficio que tenía posesión del libro que estaba leyendo, éste se había hallado entre los efectos del hombre muerto, en su cabaña, donde la pesquisa tenía lugar ahora.
Cuando el forense terminó su lectura, se puso el libro en su bolsillo pectoral. En ese momento la puerta se abrió empujada, y entró un joven. Éste, claramente, no era de nacimiento ni crianza montañezca: estaba vestido como los que residían en las ciudades. Su ropa estaba polvorienta sin embargo, como de un viaje. De hecho, había cabalgado duro para asistir a la pesquisa.
El forense le asintió con la cabeza, nadie más lo saludó.
-Hemos esperado por usted -dijo el forense-. Es necesario haber acabado con este negocio esta noche.
El joven sonrió. -Lamento haberlo hecho esperar -dijo-. Yo me fui no para eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un recuento de lo que, supongo, me llamaron de vuelta para relatar.
El forense sonrió.
-El recuento que usted envió a su periódico -dijo-, difiere, probablemente, del que usted va a dar aquí bajo juramento.
-Eso -replicó el otro más bien acalorado y con visible sonrojo-, es como le plazca. Yo usé papel múltiple y tengo una copia de lo que mandé. No fue escrito como una noticia, pues es increíble, sino como una ficción. Eso puede ir como una parte de mi testimonio bajo juramento.
-Pero usted dice que es increíble.
-Eso no es nada para usted, señor, si yo juro también que es verdad.
El forense estuvo en silencio por un tiempo, sus ojos en el suelo. Los hombres en los costados de la cabaña hablaron en susurro, pero rara vez apartaron sus miradas del rostro del cadáver. De repente, el forense alzó los ojos y dijo: -Vamos a reanudar la pesquisa.
Los hombres se quitaron los sombreros. El testigo estaba jurando.
-¿Cuál es su nombre? -preguntó el forense.
-William Harker.
-¿Edad?
-Veintisiete.
-¿Usted conocía al difunto, Hugh Morgan?
-Sí.
-¿Usted estaba con él cuando murió?
-Cerca de él.
-¿Cómo pasó eso, su presencia, quiero decir?
-Yo lo estaba visitando en este lugar, para cazar y pescar. Una parte de mi propósito, sin embargo, era estudiarlo a él, y su raro, solitario modo de vida. Parecía un buen modelo para un carácter de ficción. Yo, a veces, escribo historias.
-Yo, a veces, las leo.
-Gracias.
-Las historias en general, no las suyas.
Algunos de los jurados se rieron. Contra un fondo sombrío, el humor muestra luces altas. Los soldados en los intervalos de la batalla se ríen fácilmente, y una broma en la cámara de la muerte conquista por sorpresa.
-Relate las circunstancias de la muerte de este hombre -dijo el forense-. Usted puede usar cualquier nota o memorando que le plazca.
El testigo entendió. Tirando de un manuscrito de su bolsillo pectoral, lo llevó cerca de la vela y, pasando las hojas hasta que encontró el pasaje que quería, empezó a leer.

II. Lo que puede pasar en un campo de avena silvestre

“…El sol apenas se había levantado cuando dejamos la casa. Estábamos buscando la codorniz, cada uno con una escopeta, pero sólo teníamos un perro. Morgan dijo que el mejor terreno estaba más allá de cierta cima que señaló, y la cruzamos por un sendero a través de un chaparral. En el otro lado había un terreno en comparación llano, cubierto densamente de avena silvestre. Cuando salimos del chaparral, Morgan estaba sólo a unas pocas yardas adelante. Súbitamente oímos, a una pequeña distancia a nuestra derecha y en parte enfrente, un ruido como de algún animal que se revolcara entre los arbustos, que pudimos ver se agitaban con violencia.
-Hemos espantado a un ciervo -dije-. Quisiera haber traído un rifle.
Morgan, que se había detenido y estaba vigilando con intención el chaparral agitado, no dijo nada, pero había montado los dos cañones de su escopeta y la llevaba preparado para apuntar. Pensé que estaba un poco excitado, lo que me sorprendió, pues tenía la reputación de una frialdad excepcional, incluso en los momentos de peligro súbito e inminente.
-Oh, vamos -dije-. Usted no va a llenar un ciervo de perdigones de codornices, ¿verdad?
Aún no replicaba, pero al captar una visión de su rostro, cuando lo volvió levemente hacia mí, me golpeó la intensidad de su mirada. Entonces entendí que teníamos un negocio serio en las manos, y mi primera conjetura fue que nos habíamos “saltado” un pardo. Yo avancé hacia el lado de Morgan, montando mi pieza mientras me movía.
Los arbustos ahora estaban tranquilos y los sonidos habían cesado, pero Morgan estaba tan atento al lugar como antes.
-¿Qué es? ¿Qué diablos es? -pregunté.
-¡Esa cosa maldita! -replicó, sin volver la cabeza. Su voz era áspera y no natural. Él temblaba visiblemente.
Yo estaba a punto de hablar más, cuando observé la avena silvestre, cerca del lugar del disturbio, moviéndose del modo más inexplicable. Apenas puedo describirlo. Ésta parecía como revuelta por una racha de viento, que no sólo la doblaba, sino también la presionaba hacia abajo, la aplastaba así que no se levantaba; y ese movimiento se prolongaba directo hacia nosotros con lentitud.
Nada de lo que yo jamás vi me había afectado de una forma tan extraña, como este fenómeno no familiar e incontable, aunque soy incapaz de acordarme de alguna sensación de miedo. Yo recuerdo -y lo digo aquí porque, es bastante singular, me acordé entonces- que una vez, mirando con descuido por una ventana abierta, confundí por un momento un menudo árbol cercano a la mano, con uno de un grupo de árboles grandes a una pequeña distancia. Éste parecía del mismo tamaño que los otros, pero estando definido más distinta y agudamente en la masa y el detalle, parecía no tener armonía con éstos. Era una mera falsificación de la ley de la perspectiva aérea, pero me alarmó, casi me aterró. Estamos tan confiados en la operación ordenada de las familiares leyes naturales, que cualquier suspensión parecida de éstas es anotada como una amenaza a nuestra seguridad, una advertencia de una calamidad impensable. Así ahora el aparente, incausado movimiento del herbaje, y el lento, no desviado aproximarse de la línea del disturbio, eran claramente inquietantes. Mi compañero parecía realmente espantado, y yo apenas podía dar crédito a mis sentidos, cuando lo vi lanzarse la escopeta al hombro de súbito, ¡y disparar los dos cañones al grano agitado! Antes de que el humo de la descarga se hubiera despejado, oí un fuerte grito salvaje -un aullido como el de un animal silvestre- y, arrojando su escopeta al terreno, Morgan saltó y corrió del sitio con ligereza. En el mismo instante yo fui lanzado al terreno con violencia, por el impacto de algo invisible en el humo, una sustancia blanda, pesada que parecía lanzarse contra mí con gran fuerza.
Antes de que pudiera ponerme de pie y recobrar mi escopeta, que parecía haber sido arrancada de mis manos, oí a Morgan gritando como en una agonía mortal, y mezclados con sus gritos había unos sonidos roncos, salvajes, como los que uno oye entre perros peleando. Inexpresablemente aterrado, me esforcé con mis pies y miré en la dirección de la retirada de Morgan, ¡y que el cielo me libre con misericordia de otra visión como esa! A una distancia de menos de treinta yardas, estaba mi amigo, tumbado sobre una rodilla, su cabeza echada atrás en un ángulo de espanto, sin sombrero, su largo cabello en desorden, y todo su cuerpo en un movimiento violento de un lado a otro, atrás y adelante. Su brazo derecho estaba alzado y parecía carecer de mano, al menos, yo no podía ver ninguna. El otro brazo era invisible. A veces, como mi memoria reporta ahora esa escena extraordinaria, yo podía discernir sólo una parte de su cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado -no lo puedo expresar de otra forma-, luego un cambio de su posición lo traía todo a la vista de nuevo.
Todo esto debe haber ocurrido en unos pocos segundos, aunque en ese tiempo Morgan asumió todas las posturas de un decidido luchador, vencido por un peso y una fuerza superiores. Yo no veía nada más que a él, y a él no siempre con distinción. Durante todo el incidente sus alaridos y maldiciones se oían, como a través de un envolvente alboroto de sonidos de rabia y furia, ¡que yo nunca había oído en la garganta de un hombre o una bestia!
Por un momento solamente estuve parado irresoluto, luego, lanzando mi escopeta, corrí hacia mi amigo en su auxilio. Yo tenía la vaga creencia de que estaba sufriendo un ataque, o algún tipo de convulsión. Antes de que pudiera alcanzar su lugar, estaba tumbado y tranquilo. Todos los sonidos habían cesado, pero con una sensación de terror, que incluso esos sucesos horribles no me habían inspirado, vi ahora de nuevo el misterioso movimiento de la avena silvestre, que se prolongaba desde el área pisoteada, alrededor del hombre postrado, hacia el borde del bosque. Fue sólo cuando ésta hubo alcanzado el bosque, que yo fui capaz de apartar mis ojos y mirar a mi compañero. Estaba muerto."

III. Un hombre, aunque esté desnudo, puede estar en harapos

El forense se levantó de su asiento y se paró junto al hombre muerto. Alzando un borde de la sábana la tiró atrás, exponiendo el cuerpo entero, que estaba desnudo por completo y mostraba a la luz de la vela un amarillo arcilloso. Éste tenía, sin embargo, amplias máculas de un negro azulado, obviamente causadas por la sangre extravasada de las contusiones. El pecho y los costados lucían como si hubieran sido golpeados con un garrote. Había laceraciones horrendas, la piel estaba desgarrada en tiras y jirones.
El forense se movió rondando hacia el extremo de la mesa, y desató un pañuelo de seda, que había sido pasado por debajo de la barbilla y anudado encima de la cabeza. Cuando el pañuelo fue retirado, expuso lo que había sido la garganta. Algunos de los jurados que se habían levantado para obtener una vista mejor, se arrepintieron de su curiosidad y voltearon los rostros. El testigo Harker fue a la ventana abierta y se inclinó sobre el alféizar, débil y enfermo. Soltando el pañuelo sobre el cuello del hombre muerto, el forense caminó hacia un ángulo de la habitación y, de una pila de ropa, extrajo una prenda tras otra, cada una de las que levantó un momento para su inspección. Todas estaban desgarradas, y tiesas de sangre. Los jurados no hicieron una inspección más cercana. Éstos parecían más bien desinteresados. Habían, en verdad, visto todo eso antes, la única cosa que era nueva para ellos era el testimonio de Harker.
-Caballeros -dijo el forense-, no tenemos más evidencia, yo creo. Su deber ya ha sido explicado a ustedes, si no hay nada que deseen preguntar, pueden salir afuera y considerar su veredicto.
El presidente se levantó, un hombre alto, barbudo, de sesenta años, vestido de modo grosero.
-Me gustaría hacer una pregunta, sr. Forense -dijo-. ¿De qué asilo se escapó este forastero último testigo?
-Sr. Harker -dijo el forense, grave y tranquilo-, ¿de qué asilo se escapó usted por último?
Harker se sonrojó hasta el púrpura de nuevo, pero no dijo nada, y los siete jurados se levantaron y salieron en fila de la cabaña de forma solemne.
-¿Si usted ha acabado de insultarme, señor -dijo Harker, tan pronto como él y el oficial fueron dejados solos con el hombre muerto-, yo supongo que estoy en libertad de irme?
-Sí.
Harker empezó a irse pero se detuvo, con la mano en el cerrojo de la puerta. El hábito de su profesión era fuerte en él, más fuerte que su sentido de la dignidad personal. Se volteó y dijo:
-El libro que usted tiene ahí, yo lo reconozco como el diario de Morgan. Usted parece bastante interesado en éste, lo leía mientras yo estaba testificando. ¿Puedo verlo? Al público le gustaría.
-El libro no va a hacer figura en este asunto -replicó el oficial, deslizándolo en el bolsillo de su abrigo-, todas las entradas se hicieron antes de la muerte del escritor.
Cuando Harker salió de la casa, los jurados entraron de nuevo y se pararon alrededor de la mesa, en la que el cadáver cubierto ahora se mostraba bajo la sábana con una definición aguzada. El presidente se sentó cerca de la vela, extrajo de su bolsillo pectoral un lápiz y un trozo de papel, y escribió de modo más bien laborioso el siguiente veredicto, que todos firmaron con diversos grados de esfuerzo:
“Nosotros, el jurado, encontramos que los restos hallaron la muerte a manos de un león de montaña, pero algunos de nosotros piensan, de igual forma, que ellos tenían ataques.”

IV. Una explicación desde la tumba

En el diario del finado Hugh Morgan hay ciertas entradas interesantes que, posiblemente, tienen un valor científico como sugerencias. En la pesquisa de su cuerpo el libro no fue puesto en evidencia, posiblemente el forense pensó que no valía la pena confundir al jurado. La fecha de la primera de las entradas mencionadas no se puede averiguar; la parte superior de la hoja está arrancada; la parte de la entrada restante es la siguiente:
“… corría en un semicírculo, manteniendo la cabeza volteada siempre hacia el centro, y de nuevo se quedaba quieto, ladrando furiosamente. Por último corrió hacia los arbustos tan rápido como podía ir. Al principio pensé que se había vuelto loco, pero al retornar a la casa no encontré ninguna otra alteración en sus maneras, de la que era obvia, debido al miedo al castigo."
“¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Los olores impresionan algún centro cerebral, con las imágenes de la cosa que los emite?.."
“2 de sep. Mirando las estrellas la noche pasada, mientras éstas se levantaban por encima de la cresta de la cima, al este de la casa, yo las observé desaparecer sucesivamente, de izquierda a derecha. Cada una se eclipsaba sólo un instante, y sólo unas pocas al mismo tiempo, pero a lo largo de toda la longitud de la cima, todas las que estaban a un grado o dos de la cresta, fueron borradas. Era como si algo hubiera pasado a lo largo entre éstas y yo, pero yo no podía verlo, y las estrellas no eran lo suficiente gruesas como para definir sus contornos. ¡Uf! No me gusta esto…"
Varias semanas las entradas están perdidas, tres hojas fueron arrancadas del libro.
“27 de sep. Ha estado por aquí de nuevo, yo encuentro evidencias de su presencia todos los días. Vigilé de nuevo toda la noche pasada en la misma cobertura, escopeta en mano, cargada doble con perdigones. Por la mañana las huellas frescas estaban allí, como antes. Aunque habría jurado que no dormí, en efecto, apenas duermo del todo. ¡Es terrible, insoportable! Si estas experiencias asombrosas son reales, me voy a volver loco, si son imaginarias, yo estoy loco ya.”
“3 de oct. Yo no me iré, eso no me va a echar. No, esta es mi casa, mi tierra. Dios odia al cobarde…"
“5 de oct. Yo no puedo soportarlo más, he invitado a Harker a pasarse unas semanas conmigo, él tiene una cabeza equilibrada. Puedo juzgar por sus maneras si él piensa que yo estoy loco."
“7 de oct. Yo tengo la solución del misterio, me vino la noche pasada, súbitamente, como por revelación. ¡Qué simple, qué terriblemente simple!"
“Hay sonidos que no podemos oír. En cada extremo de la escala hay notas que no mueven una cuerda en ese instrumento imperfecto, el oído humano. Éstos son demasiado altos o demasiado graves. Yo he observado una bandada de mirlos ocupando la copa de un árbol entera -las copas de varios árboles- y todos en una canción total. Súbitamente, en un momento, al mismo instante en absoluto, todos saltaron al aire y se fueron volando. ¿Cómo? Ellos no se pueden ver unos a otros del todo, todas las copas de los árboles intervienen. En ningún punto podría un líder haber sido visible a todos. Debe haber habido una señal de advertencia o comando, alta y chillona por encima del barullo, pero no oída por mí. Yo he observado, también, el mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo de los mirlos, sino también de otros pájaros; las codornices, por ejemplo, ampliamente separadas por los arbustos, incluso en los lados opuestos de una colina."
“Es sabido de los marinos que un cardumen de ballenas, que se calientan al sol o juguetean en la superficie del océano, millas aparte, con la convexidad de la tierra entre ellas, a veces se sumergen al mismo instante, todas se pierden de vista en un momento. La señal ha sonado, demasiado grave para el oído del marinero en el mástil y sus camaradas en la cubierta, que no obstante sienten sus vibraciones en el barco, como las piedras de una catedral son removidas por el bajo del órgano."
“Como con los sonidos, así con los colores. En cada extremo del espectro solar, el químico puede detectar la presencia de lo que es conocido como rayos ‘actínicos’. Éstos representan los colores -los colores integrales de la composición de la luz- que somos incapaces de discernir. El ojo humano es un instrumento imperfecto, su rango es sólo de unas pocas octavas en la ‘escala cromática’ real. Yo no estoy loco, hay colores que no podemos ver."

“¡Y Dios me ayude, la cosa maldita es de ese color!”