I. Uno no siempre se come lo que está en la mesa
A la luz de una vela de sebo, que había sido puesta en el
extremo de una mesa rústica, un hombre estaba leyendo algo escrito en un libro.
Era un viejo libro de cuentas bastante usado, y lo escrito no era al parecer
muy legible, pues el hombre a veces llevaba la página cerca de la llama de la
vela, para tener una luz más fuerte sobre ésta. La sombra del libro lanzaba
entonces a la oscuridad una mitad de la habitación, apagando un número de
rostros y figuras, pues además del lector otros ocho hombres estaban presentes.
Siete de éstos sentados contra las rústicas paredes de troncos, en silencio,
inmóviles y, siendo la habitación pequeña, no muy lejos de la mesa. De extender
un brazo, cualquiera de ellos podría haber tocado al octavo hombre, que yacía
en la mesa boca arriba, cubierto en parte por una sábana, sus brazos a los
costados. Ése estaba muerto.
El hombre con el libro no estaba leyendo en voz alta, y
nadie hablaba; todos parecían estar esperando que algo ocurriera, sólo el
hombre muerto estaba sin expectativa. Desde la oscuridad absoluta del exterior
venían, por una abertura que servía de ventana, todos los ruidos nunca no
familiares de la noche en la espesura: la larga nota innominada de un coyote
distante, el quieto temblor pulsante de los incansables insectos en los
árboles, los extraños gritos de los pájaros de la noche, tan diferentes a los
de los pájaros del día, el zumbido de los grandes escarabajos desatinados, y
todo ese misterioso coro de sonidos menudos que parecen haber estado siempre, y
que son oídos a medias cuando han cesado de súbito, como conscientes de una
indiscreción. Pero nada de todo eso era notado por esa partida; sus miembros no
eran muy adictos al interés ocioso en asuntos de importancia no práctica; eso
era obvio en cada línea de sus rostros ásperos, obvio, incluso, a la tenue luz
de la única vela. Eran, evidentemente, hombres de la vecindad, granjeros y leñadores.
La persona leyendo era un poco diferente; uno hubiera dicho
que era del mundo, mundana, aunque había algo en su atuendo que atestiguaba una
cierta fraternidad con los organismos de su entorno. Su chaqueta apenas habría
pasado como aceptable en San Francisco, su calzado no era de origen urbano, y
el sombrero que yacía a su lado en el suelo (era el único descubierto) era tal
que, si uno lo hubiera considerado como un artículo de mero adorno personal,
habría perdido su sentido. De semblante el hombre era más bien cautivador, con
sólo un rastro de severidad, aunque ésta podía haberla asumido o cultivado,
como era apropiado para uno de autoridad. Pues él era forense. Era en virtud de
su oficio que tenía posesión del libro que estaba leyendo, éste se había hallado
entre los efectos del hombre muerto, en su cabaña, donde la pesquisa tenía
lugar ahora.
Cuando el forense terminó su lectura, se puso el libro en su
bolsillo pectoral. En ese momento la puerta se abrió empujada, y entró un
joven. Éste, claramente, no era de nacimiento ni crianza montañezca: estaba
vestido como los que residían en las ciudades. Su ropa estaba polvorienta sin
embargo, como de un viaje. De hecho, había cabalgado duro para asistir a la
pesquisa.
El forense le asintió con la cabeza, nadie más lo saludó.
-Hemos esperado por usted -dijo el forense-. Es necesario
haber acabado con este negocio esta noche.
El joven sonrió. -Lamento haberlo hecho esperar -dijo-. Yo
me fui no para eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un recuento
de lo que, supongo, me llamaron de vuelta para relatar.
El forense sonrió.
-El recuento que usted envió a su periódico -dijo-, difiere,
probablemente, del que usted va a dar aquí bajo juramento.
-Eso -replicó el otro más bien acalorado y con visible
sonrojo-, es como le plazca. Yo usé papel múltiple y tengo una copia de lo que
mandé. No fue escrito como una noticia, pues es increíble, sino como una
ficción. Eso puede ir como una parte de mi testimonio bajo juramento.
-Pero usted dice que es increíble.
-Eso no es nada para usted, señor, si yo juro también que es
verdad.
El forense estuvo en silencio por un tiempo, sus ojos en el
suelo. Los hombres en los costados de la cabaña hablaron en susurro, pero rara
vez apartaron sus miradas del rostro del cadáver. De repente, el forense alzó
los ojos y dijo: -Vamos a reanudar la pesquisa.
Los hombres se quitaron los sombreros. El testigo estaba
jurando.
-¿Cuál es su nombre? -preguntó el forense.
-William Harker.
-¿Edad?
-Veintisiete.
-¿Usted conocía al difunto, Hugh Morgan?
-Sí.
-¿Usted estaba con él cuando murió?
-Cerca de él.
-¿Cómo pasó eso, su presencia, quiero decir?
-Yo lo estaba visitando en este lugar, para cazar y pescar.
Una parte de mi propósito, sin embargo, era estudiarlo a él, y su raro,
solitario modo de vida. Parecía un buen modelo para un carácter de ficción. Yo,
a veces, escribo historias.
-Yo, a veces, las leo.
-Gracias.
-Las historias en general, no las suyas.
Algunos de los jurados se rieron. Contra un fondo sombrío,
el humor muestra luces altas. Los soldados en los intervalos de la batalla se
ríen fácilmente, y una broma en la cámara de la muerte conquista por sorpresa.
-Relate las circunstancias de la muerte de este hombre -dijo
el forense-. Usted puede usar cualquier nota o memorando que le plazca.
El testigo entendió. Tirando de un manuscrito de su bolsillo
pectoral, lo llevó cerca de la vela y, pasando las hojas hasta que encontró el
pasaje que quería, empezó a leer.
II. Lo que puede pasar en un campo de avena silvestre
“…El sol apenas se había levantado cuando dejamos la casa.
Estábamos buscando la codorniz, cada uno con una escopeta, pero sólo teníamos
un perro. Morgan dijo que el mejor terreno estaba más allá de cierta cima que
señaló, y la cruzamos por un sendero a través de un chaparral. En el otro lado
había un terreno en comparación llano, cubierto densamente de avena silvestre.
Cuando salimos del chaparral, Morgan estaba sólo a unas pocas yardas adelante.
Súbitamente oímos, a una pequeña distancia a nuestra derecha y en parte
enfrente, un ruido como de algún animal que se revolcara entre los arbustos,
que pudimos ver se agitaban con violencia.
-Hemos espantado a un ciervo -dije-. Quisiera haber traído
un rifle.
Morgan, que se había detenido y estaba vigilando con
intención el chaparral agitado, no dijo nada, pero había montado los dos
cañones de su escopeta y la llevaba preparado para apuntar. Pensé que estaba un
poco excitado, lo que me sorprendió, pues tenía la reputación de una frialdad
excepcional, incluso en los momentos de peligro súbito e inminente.
-Oh, vamos -dije-. Usted no va a llenar un ciervo de
perdigones de codornices, ¿verdad?
Aún no replicaba, pero al captar una visión de su rostro,
cuando lo volvió levemente hacia mí, me golpeó la intensidad de su mirada.
Entonces entendí que teníamos un negocio serio en las manos, y mi primera
conjetura fue que nos habíamos “saltado” un pardo. Yo avancé hacia el lado de
Morgan, montando mi pieza mientras me movía.
Los arbustos ahora estaban tranquilos y los sonidos habían
cesado, pero Morgan estaba tan atento al lugar como antes.
-¿Qué es? ¿Qué diablos es? -pregunté.
-¡Esa cosa maldita! -replicó, sin volver la cabeza. Su voz
era áspera y no natural. Él temblaba visiblemente.
Yo estaba a punto de hablar más, cuando observé la avena
silvestre, cerca del lugar del disturbio, moviéndose del modo más inexplicable.
Apenas puedo describirlo. Ésta parecía como revuelta por una racha de viento,
que no sólo la doblaba, sino también la presionaba hacia abajo, la aplastaba
así que no se levantaba; y ese movimiento se prolongaba directo hacia nosotros
con lentitud.
Nada de lo que yo jamás vi me había afectado de una forma
tan extraña, como este fenómeno no familiar e incontable, aunque soy incapaz de
acordarme de alguna sensación de miedo. Yo recuerdo -y lo digo aquí porque, es
bastante singular, me acordé entonces- que una vez, mirando con descuido por
una ventana abierta, confundí por un momento un menudo árbol cercano a la mano,
con uno de un grupo de árboles grandes a una pequeña distancia. Éste parecía
del mismo tamaño que los otros, pero estando definido más distinta y agudamente
en la masa y el detalle, parecía no tener armonía con éstos. Era una mera
falsificación de la ley de la perspectiva aérea, pero me alarmó, casi me
aterró. Estamos tan confiados en la operación ordenada de las familiares leyes
naturales, que cualquier suspensión parecida de éstas es anotada como una
amenaza a nuestra seguridad, una advertencia de una calamidad impensable. Así
ahora el aparente, incausado movimiento del herbaje, y el lento, no desviado
aproximarse de la línea del disturbio, eran claramente inquietantes. Mi
compañero parecía realmente espantado, y yo apenas podía dar crédito a mis
sentidos, cuando lo vi lanzarse la escopeta al hombro de súbito, ¡y disparar
los dos cañones al grano agitado! Antes de que el humo de la descarga se
hubiera despejado, oí un fuerte grito salvaje -un aullido como el de un animal
silvestre- y, arrojando su escopeta al terreno, Morgan saltó y corrió del sitio
con ligereza. En el mismo instante yo fui lanzado al terreno con violencia, por
el impacto de algo invisible en el humo, una sustancia blanda, pesada que
parecía lanzarse contra mí con gran fuerza.
Antes de que pudiera ponerme de pie y recobrar mi escopeta,
que parecía haber sido arrancada de mis manos, oí a Morgan gritando como en una
agonía mortal, y mezclados con sus gritos había unos sonidos roncos, salvajes,
como los que uno oye entre perros peleando. Inexpresablemente aterrado, me
esforcé con mis pies y miré en la dirección de la retirada de Morgan, ¡y que el
cielo me libre con misericordia de otra visión como esa! A una distancia de
menos de treinta yardas, estaba mi amigo, tumbado sobre una rodilla, su cabeza
echada atrás en un ángulo de espanto, sin sombrero, su largo cabello en
desorden, y todo su cuerpo en un movimiento violento de un lado a otro, atrás y
adelante. Su brazo derecho estaba alzado y parecía carecer de mano, al menos,
yo no podía ver ninguna. El otro brazo era invisible. A veces, como mi memoria
reporta ahora esa escena extraordinaria, yo podía discernir sólo una parte de
su cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado -no lo puedo expresar
de otra forma-, luego un cambio de su posición lo traía todo a la vista de nuevo.
Todo esto debe haber ocurrido en unos pocos segundos, aunque
en ese tiempo Morgan asumió todas las posturas de un decidido luchador, vencido
por un peso y una fuerza superiores. Yo no veía nada más que a él, y a él no
siempre con distinción. Durante todo el incidente sus alaridos y maldiciones se
oían, como a través de un envolvente alboroto de sonidos de rabia y furia, ¡que
yo nunca había oído en la garganta de un hombre o una bestia!
Por un momento solamente estuve parado irresoluto, luego,
lanzando mi escopeta, corrí hacia mi amigo en su auxilio. Yo tenía la vaga
creencia de que estaba sufriendo un ataque, o algún tipo de convulsión. Antes
de que pudiera alcanzar su lugar, estaba tumbado y tranquilo. Todos los sonidos
habían cesado, pero con una sensación de terror, que incluso esos sucesos
horribles no me habían inspirado, vi ahora de nuevo el misterioso movimiento de
la avena silvestre, que se prolongaba desde el área pisoteada, alrededor del
hombre postrado, hacia el borde del bosque. Fue sólo cuando ésta hubo alcanzado
el bosque, que yo fui capaz de apartar mis ojos y mirar a mi compañero. Estaba
muerto."
III. Un hombre, aunque esté desnudo, puede estar en harapos
El forense se levantó de su asiento y se paró junto al
hombre muerto. Alzando un borde de la sábana la tiró atrás, exponiendo el
cuerpo entero, que estaba desnudo por completo y mostraba a la luz de la vela
un amarillo arcilloso. Éste tenía, sin embargo, amplias máculas de un negro
azulado, obviamente causadas por la sangre extravasada de las contusiones. El
pecho y los costados lucían como si hubieran sido golpeados con un garrote.
Había laceraciones horrendas, la piel estaba desgarrada en tiras y jirones.
El forense se movió rondando hacia el extremo de la mesa, y
desató un pañuelo de seda, que había sido pasado por debajo de la barbilla y
anudado encima de la cabeza. Cuando el pañuelo fue retirado, expuso lo que
había sido la garganta. Algunos de los jurados que se habían levantado para
obtener una vista mejor, se arrepintieron de su curiosidad y voltearon los
rostros. El testigo Harker fue a la ventana abierta y se inclinó sobre el
alféizar, débil y enfermo. Soltando el pañuelo sobre el cuello del hombre
muerto, el forense caminó hacia un ángulo de la habitación y, de una pila de
ropa, extrajo una prenda tras otra, cada una de las que levantó un momento para
su inspección. Todas estaban desgarradas, y tiesas de sangre. Los jurados no
hicieron una inspección más cercana. Éstos parecían más bien desinteresados.
Habían, en verdad, visto todo eso antes, la única cosa que era nueva para ellos
era el testimonio de Harker.
-Caballeros -dijo el forense-, no tenemos más evidencia, yo
creo. Su deber ya ha sido explicado a ustedes, si no hay nada que deseen
preguntar, pueden salir afuera y considerar su veredicto.
El presidente se levantó, un hombre alto, barbudo, de
sesenta años, vestido de modo grosero.
-Me gustaría hacer una pregunta, sr. Forense -dijo-. ¿De qué
asilo se escapó este forastero último testigo?
-Sr. Harker -dijo el forense, grave y tranquilo-, ¿de qué
asilo se escapó usted por último?
Harker se sonrojó hasta el púrpura de nuevo, pero no dijo
nada, y los siete jurados se levantaron y salieron en fila de la cabaña de
forma solemne.
-¿Si usted ha acabado de insultarme, señor -dijo Harker, tan
pronto como él y el oficial fueron dejados solos con el hombre muerto-, yo
supongo que estoy en libertad de irme?
-Sí.
Harker empezó a irse pero se detuvo, con la mano en el
cerrojo de la puerta. El hábito de su profesión era fuerte en él, más fuerte
que su sentido de la dignidad personal. Se volteó y dijo:
-El libro que usted tiene ahí, yo lo reconozco como el
diario de Morgan. Usted parece bastante interesado en éste, lo leía mientras yo
estaba testificando. ¿Puedo verlo? Al público le gustaría.
-El libro no va a hacer figura en este asunto -replicó el
oficial, deslizándolo en el bolsillo de su abrigo-, todas las entradas se
hicieron antes de la muerte del escritor.
Cuando Harker salió de la casa, los jurados entraron de
nuevo y se pararon alrededor de la mesa, en la que el cadáver cubierto ahora se
mostraba bajo la sábana con una definición aguzada. El presidente se sentó
cerca de la vela, extrajo de su bolsillo pectoral un lápiz y un trozo de papel,
y escribió de modo más bien laborioso el siguiente veredicto, que todos
firmaron con diversos grados de esfuerzo:
“Nosotros, el jurado, encontramos que los restos hallaron la
muerte a manos de un león de montaña, pero algunos de nosotros piensan, de
igual forma, que ellos tenían ataques.”
IV. Una explicación desde la tumba
En el diario del finado Hugh Morgan hay ciertas entradas
interesantes que, posiblemente, tienen un valor científico como sugerencias. En
la pesquisa de su cuerpo el libro no fue puesto en evidencia, posiblemente el
forense pensó que no valía la pena confundir al jurado. La fecha de la primera
de las entradas mencionadas no se puede averiguar; la parte superior de la hoja
está arrancada; la parte de la entrada restante es la siguiente:
“… corría en un semicírculo, manteniendo la cabeza volteada
siempre hacia el centro, y de nuevo se quedaba quieto, ladrando furiosamente.
Por último corrió hacia los arbustos tan rápido como podía ir. Al principio
pensé que se había vuelto loco, pero al retornar a la casa no encontré ninguna
otra alteración en sus maneras, de la que era obvia, debido al miedo al
castigo."
“¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Los olores impresionan
algún centro cerebral, con las imágenes de la cosa que los emite?.."
“2 de sep. Mirando las estrellas la noche pasada, mientras
éstas se levantaban por encima de la cresta de la cima, al este de la casa, yo
las observé desaparecer sucesivamente, de izquierda a derecha. Cada una se
eclipsaba sólo un instante, y sólo unas pocas al mismo tiempo, pero a lo largo
de toda la longitud de la cima, todas las que estaban a un grado o dos de la
cresta, fueron borradas. Era como si algo hubiera pasado a lo largo entre éstas
y yo, pero yo no podía verlo, y las estrellas no eran lo suficiente gruesas
como para definir sus contornos. ¡Uf! No me gusta esto…"
Varias semanas las entradas están perdidas, tres hojas
fueron arrancadas del libro.
“27 de sep. Ha estado por aquí de nuevo, yo encuentro
evidencias de su presencia todos los días. Vigilé de nuevo toda la noche pasada
en la misma cobertura, escopeta en mano, cargada doble con perdigones. Por la
mañana las huellas frescas estaban allí, como antes. Aunque habría jurado que
no dormí, en efecto, apenas duermo del todo. ¡Es terrible, insoportable! Si
estas experiencias asombrosas son reales, me voy a volver loco, si son
imaginarias, yo estoy loco ya.”
“3 de oct. Yo no me iré, eso no me va a echar. No, esta es
mi casa, mi tierra. Dios odia al cobarde…"
“5 de oct. Yo no puedo soportarlo más, he invitado a Harker
a pasarse unas semanas conmigo, él tiene una cabeza equilibrada. Puedo juzgar
por sus maneras si él piensa que yo estoy loco."
“7 de oct. Yo tengo la solución del misterio, me vino la
noche pasada, súbitamente, como por revelación. ¡Qué simple, qué terriblemente
simple!"
“Hay sonidos que no podemos oír. En cada extremo de la
escala hay notas que no mueven una cuerda en ese instrumento imperfecto, el
oído humano. Éstos son demasiado altos o demasiado graves. Yo he observado una
bandada de mirlos ocupando la copa de un árbol entera -las copas de varios
árboles- y todos en una canción total. Súbitamente, en un momento, al mismo
instante en absoluto, todos saltaron al aire y se fueron volando. ¿Cómo? Ellos
no se pueden ver unos a otros del todo, todas las copas de los árboles
intervienen. En ningún punto podría un líder haber sido visible a todos. Debe
haber habido una señal de advertencia o comando, alta y chillona por encima del
barullo, pero no oída por mí. Yo he observado, también, el mismo vuelo
simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo de los mirlos, sino
también de otros pájaros; las codornices, por ejemplo, ampliamente separadas
por los arbustos, incluso en los lados opuestos de una colina."
“Es sabido de los marinos que un cardumen de ballenas, que
se calientan al sol o juguetean en la superficie del océano, millas aparte, con
la convexidad de la tierra entre ellas, a veces se sumergen al mismo instante,
todas se pierden de vista en un momento. La señal ha sonado, demasiado grave
para el oído del marinero en el mástil y sus camaradas en la cubierta, que no
obstante sienten sus vibraciones en el barco, como las piedras de una catedral
son removidas por el bajo del órgano."
“Como con los sonidos, así con los colores. En cada extremo
del espectro solar, el químico puede detectar la presencia de lo que es
conocido como rayos ‘actínicos’. Éstos representan los colores -los colores
integrales de la composición de la luz- que somos incapaces de discernir. El
ojo humano es un instrumento imperfecto, su rango es sólo de unas pocas octavas
en la ‘escala cromática’ real. Yo no estoy loco, hay colores que no podemos
ver."
“¡Y Dios me ayude, la cosa maldita es de ese color!”
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