Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no
estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he
profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.
Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al
menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no
comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora
cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.
La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi
espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se
agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.
Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión;
podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues
bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os
lo contaré:
Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más
horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román
Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.
Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí,
seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.
A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y
andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y
desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo
inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.
La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de
las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió
un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez
en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una
casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas
de enredaderas de campanillas blancas y moradas.
Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las
enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes
tiestos de pitas.
Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los
tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio.
Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos
llamaba.
Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande
y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo.
La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.
La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría
nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi
familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de
una manera tan rara, tan rara...
-Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre.
Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda
la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.
Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un
día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas;
y me miraron y sentí frío al verlas.
Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba
tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba
enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que
odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le
cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara,
tan rara...
Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de
dolor.
-¿Qué tienes? -le pregunté.
Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como
un anillo.
Luego, en voz baja, murmuró:
-Ha sido mi hermana.
-¡Ah! Ella...
-No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los
dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a
otro sin tocarlo.
Días después me contó, temblando de terror, que a las doce
de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la
escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.
Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos
apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la
puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... ; llamaban..., nadie.
Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla
sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.
-Es mi hermana, mi hermana -dijo Román.
Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas
partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias
inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»
Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en
las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.
Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una
hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y
llevábamos la máquina en nuestras expediciones.
Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los
tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y
yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y
sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En
seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la
cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.
Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos
en la prensa, al sol, para sacar las positivas.
Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea.
Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una
palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de
facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra,
pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído.
Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados.
Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.
Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa
tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el
recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un
espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.
¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos
no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no
duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.
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