Alfredo González Prada cuenta que su padre, don Manuel,
sentía por los libros un respeto casi religioso, al extremo que era incapaz de
subrayarlos o trazar notas marginales. Se contentaba con redactar largas tiras
de comentarios que añadía cuidadosamente al final de cada libro leído. Todo
ello indica que don Manuel no amaba a los libros, sino que era un “respetuoso”
lector.
En realidad, existe un amor físico a los libros muy
diferente al amor intelectual por la lectura. Por lo general, el gran lector no
ama los libros, así como el don Juan no ama a las mujeres. El gran lector coge
los libros conforme caen en sus manos, los usa y los olvida. El amante de los
libros, en cambio, los ama en sí mismos como cuerpos independientes y vivos,
como conjunto de páginas impresas que es necesario no solamente leer, sino
palpar, alinear en un estante, incorporar al patrimonio material con el mismo
derecho que al bagaje del espíritu. El amante de los libros no aspira solamente
a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las
solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan incontestable.
El amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su
adquisición. El verdadero amante de los libros no tolera que el expendedor se
los envuelva. Necesita llevarlos desnudos en sus manos, irlos hojeando por el
camino; meter los pies en un charco de agua, sufrir todos los trastornos de un
primer encantamiento. Llegando a su casa, lo primero que hará será grabar en la
página inicial su nombre y la fecha del suceso, porque para él toda adquisición
es una peripecia que luego será necesario conmemorar. Con el tiempo dirá: “Hace
tantos años y tantos días que compré este libro”, como se dice: “Hace tanto
tiempo que conocí a esta mujer”.
Cumplido este requisito, el amante de los libros, cogerá el
primer objeto que encuentre a su disposición -sea regla, tarjeta u hoja de
afeitar- y comenzará a cortar las páginas del libro y lo irá leyendo
progresivamente con vehemencia, con sobresalto; como se ama a una novia
conforme se la va descubriendo. Y durante el proceso de la lectura no resistirá
ninguna tentación. Lo cubrirá de caricias y rasguños. Las páginas se irán
cubriendo de “ojos” admirados, de objeciones marginales a sus ideas atrevidas,
de interrogaciones a sus párrafos oscuros. Y solamente así -después de haberlo
hecho viajar en tranvía, después de haberse introducido con él a la cama- podrá
decir que ha leído ese libro, que lo ha poseído, que lo ha amado.
Es por este motivo que el amante de los libros es
intolerante con los libros ajenos. Leer un libro ajeno es como leerlo a medias.
Si el libro es nuevo el lector necesitará observar cierta cortesía -forrarlo,
probablemente- necesitará, además ser condescendiente con sus ideas, aceptar
políticamente algunos puntos discutibles, combatir de continuo sus impulsos
voraces y contentarse, por último, a dar aquí y allá un ligero toquecito a fin
de no hacer ostensible, a ojos del propietario ese abuso de confianza. Si el
libro prestado es viejo y releído la situación varía radicalmente. El lector se enfrentará a él con la
animosidad, con el escepticismo de quien se apresta recorrer una floresta yá
explorada, de la cual se ha recogido sus más sabrosos frutos. Cuando más, se
limitará a descubrir algún rincón oculto que pasó inadvertido al propietario y
en el cual pondrá el regocijo de un verdadero hallazgo.
Por esta misma razón, el amante de los libros no puede
frecuentar las bibliotecas públicas. El acto le parecerá tan humillante y
pernicioso como visitar las casas de tolerancia. Los libros puestos a
disposición de la comunidad son libros indiferentes, son libros fríos con los
cuales no nace un acto de verdadero amor, no se crea una relación de confianza.
Frente a ellos, solamente, podrá a veces practicarse algún acto de brutalidad,
como arrancar una de sus páginas. Hay gente, sin embargo, que sólo lee en las
bibliotecas públicas y eso revela, en el fondo, una profunda incapacidad para
amar.
Un libro leído y amado es un bien irremplazable. Al gran
lector no le pesará perder o regalar un libro suyo porque podrá adquirir otro
idéntico. Para el verdadero lector no existen libros idénticos, por semejantes
que sean. Cada libro es para él una amistad con todas sus grandezas y sus
miserias, sus disputas y sus reconciliaciones, sus diálogos y sus silencios. Al
releer estos libros -el amante es sobre todo un relector- irá reconociendo sus
horas perdidas, sus viejos entusiasmos, sus dudas inútiles. Un libro amado es
un fragmento de vida, Perdido el libro, queda un vacío en la memoria que nada
podrá remplazar. Los verdaderos amantes de los libros inscriben su vida en
ellos. Se podría adivinar el carácter de una persona, se podría incluso trazar
su biografía, examinando no solo qué libros ha leído, sino cómo los ha leído.
El amor a los libros, como toda pasión violenta, está sujeto
a una serie de arbitrariedades. A menudo, por atención al formato se es
injusto, se es injusto con el contenido. Es frecuente tener a nuestra
disposición durante muchos meses un libro sin que nos dignemos a abrirlo porque
su encuadernación nos produce una viva antipatía. Un amigo me confesaba que
durante mucho tiempo Stendhal le pareció un mal escritor, porque la edición de
Rojo y Negro que tenía era una edición vulgar, mal vestida, plena de errores
tipográficos. Pero le bastó ver la misma novela en una bella vitrina ataviada
no se sabe para qué feria, para que de inmediato cobrara por ella una simpatía
irresistible. La consiguió, naturalmente, y hasta la fecha –la novela- no la ha
quitado de su cabecera.
Esto no quiere decir que el amante de los libros se deje
seducir por el lujo. Para él, una edición áspera al tacto, una edición plebeya
será tan inadmisible como una en papel Holanda. Hay libros que por su insolente
belleza intimidan: su forro de piel, el oro que recarga su superficie nos
indican de inmediato que debe tratarse de un libro caro, de un libro incómodo y
difícil de usar, el cual no podremos, por ejemplo, poner en la mesa de un
restorante sin que corra el peligro de mancharse. Despertaría, además, la
codicia de nuestros amigos, y no faltaría uno que lo pidiera prestado por una
noche y no lo devolviera jamás.
Un libro, para ser amado, necesita poseer otras y más
delicadas cualidades. Necesita, en realidad, un mínimo de decoro, de gusto, de
misterio, de proporción; en suma, aquellas cualidades que podemos exigir,
discretamente, en una mujer. Por esta razón es que entre las mujeres y los
libros existen tantas secretas correspondencias. Hay libros que terminan su
vida solitarios, que jamás encuentran un lector. Hay lectores que jamás
encuentran su libro.
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